jueves, 22 de septiembre de 2011

Apología al suicidio

Si yo decidiera suicidarme, mi muerte tendría que trascender en la historia. Tendría que encontrar alguna fórmula para que todos piensen en mi decisión con una fascinación tan escalofriante que pusiera en jaque hasta su propia existencia. Crearía un plan siniestro con dos años de anticipación; tiempo en el que invertiría mi mejor esfuerzo literario en crear una novela —que seguro ya se ha escrito— contando en tercera persona como es que "Joaquín decide morir", estaría divertido y burlón con la idea de un Coelho disgustado y dispuesto a denunciar por plagio a ese desconocido autor que se permitió copiarle el título de uno de sus best seller. Me divertiría más pensando que para ese entonces yo ya estaría muerto. Por lo que (espero) la fascinación del público crecería cuando lean en mi libro que yo ya lo había vaticinado de manera similar. Así, con el detalle con el que se cuenta un hecho anecdótico, me preocuparía por todos los pormenores de mi muerte; hasta que al final, con la novela ya escrita, esté en frente de una cámara, dando ese gran discurso qué mi editor —muy posiblemente mi hermano— ya lo abría memorizado y esté corriendo, acosado por una voz reverberante que le repite esas líneas, a salvarme la vida.
Yo estaría esperando que llegue, completamente motivado y decidido a quitarme la vida, permanecería sentado en la habitación. El teléfono apagado. El escenario perfecto para el desenlace estaría listo. El editor subiría los dos pisos del edificio y tocaría el timbre de mi departamento alquilado, gritaría mi nombre y al término de "¡José abre la puerta!", rompería la ésta misma y ahí estaría yo, sentado en una silla de aspecto colonial, alumbrado por la luz que a duras penas se cuela por la ventana.
El silencio fúnebre de la calle se interrumpiría con el sonido de un único disparo. El editor lloraría y llamaría a la policía.
Ya más calmado, leería las últimas páginas de mi libro que le dejé junto a mi silla, en una mesa de centro; donde contaría cómo el editor de Joaquín lo encuentra aún vivo en una silla de aspecto colonial, con un revólver en la mano; y en la cara, la sonrisa de satisfacción propia de un demente que acaba de concluir un buen trabajo.
J. Edgar