lunes, 27 de mayo de 2013

Introducción


La primera vez que te vi



               — ¿Por qué me dueles tanto al despertar? —le pregunté.
               — Porque soy la mujer de tus sueños —me contestó.

— Estoy enloqueciendo, te extraño cuando despierto —digo—. Todas las mañanas comienza una pesadilla en la que no te puedo encontrar.
— Ya lo harás —contesta
— No. Tú no existes —digo esto y comencé a despertar al tiempo que su rostro se iba desvaneciendo poco a poco en mi memoria.

Tiempo después, mientras caminaba con mi mejor amiga  —con los brazos entrelazados y conversando de no sé qué—, caí en un estado semejante a cuando un perro mira algún fantasma: a unos ocho metros, una chica con un aire familiar se acercaba por la misma acera en la que estábamos caminando mi amiga y yo. Era apenas una mujer, de unos 15 años, parecía tímida y algo torpe, vestía una chompa de lana y un pantalón buzo, y el cabello, largo y negro, se movía con violencia por el viento. La miré atento tratando de reconocerla ¿dónde la había visto? El tiempo perdió su ritmo, alguien me decía cosas y me jalaba del brazo pero yo estaba ensimismado, absorto, ausente. La desconocida esbozó una casi sonrisa nerviosa al pasar por mi lado. Me perdí entre pensamientos y sensaciones. Sólo cuando mi amiga me tiró un puñetazo en el estómago volví del trance.
— Eres un idiota —me dijo furiosa—, te estoy hablando y no me haces caso.
— Lo siento —contesté con un ademán de dolor.
— ¿La conoces?
— No, No la había visto —digo viendo cómo se alejaba la misteriosa chica—, pero es hermosa.
— ¡Hay no! ni tanto —me dice frunciendo el ceño y retomando la caminata—, es más, tiene el cabello descuidado y el... —Su voz se desvanecía mientras yo retornaba a mi estado de absoluto idiota intentando perpetuar su rostro en mi memoria. Esa casi sonrisa, que me había condenado a la abstracción y a un golpe certero en la boca del estómago, reverberaba en mis pensamientos y me hizo comprender que de algún modo todos estamos locos, y que es necesario una intuición, una sonrisa, una mirada, un ademán, un recuerdo, para despertar la locura de sabernos, de una forma u otra, los poseedores de una verdad absoluta: aquello era amor. La amé con locura por un instante mientras se alejaba.
Un jalón de orejas me volvió nuevamente a la realidad.
— Yo caminando hecho una idiota, y tu bien parado viendo a una completa desconocida —me regañó al tiempo que le pedía que soltara mi oreja y le juraba que esta vez sí caminaría a su lado—, estás loco ¿lo sabías?
— Ahora lo sé.
Esa noche pasaron algunas cosas: terminé con mi enamorada al enterarme que la gente me sometía sin compasión al escarnio producto de las andanzas dudosas y libertinas de mi dulce novia; escuché un álbum completo de Andrea Bocelli sentado en mi sillón; y salí de madrugada a caminar y a pensar por el centro de la ciudad. Esa era una noche hermosa, la luna estaba llena, el cielo sin nubes, y miles de estrellas titilaban acompasadas por el ruido ancestral de los grillos.
Eran como las tres de la mañana cuando me acosté.

A la mañana siguiente amanecí invencible. Por fin pude recordar el rostro de la chica de mis sueños. Era raro que nunca lo hubiera hecho, pues el sueño con esta mujer era muy repetitivo, pero cuando despertaba sólo lograba recordar el “guión” y no a la protagonista.
Esa tarde volví a pasar por la misma calle donde el día anterior había visto a la “chica de los cabellos descuidados” (así la llamó mi amiga). Esperé y no pasó. Una extraña sensación de tristeza me invadió al pensar que era muy probable que no volvería a verla, pero también me alegraba saber que la chica de mis sueños existía en realidad, y tenía un rostro y cabellos y un nombre, desconocido, pero a fin de cuentas un nombre; existía y la había visto en carne y hueso en ese mismo lugar un día antes.
Cuando fui consciente de que había permanecido una hora esperando a que pasara una mujer totalmente desconocida, logré querer irme a casa; luego recordé aliviado que en esta oportunidad no había nadie que me tirara unos puñetazos, o me jalara la oreja, o me juzgara y me tildara de loco. Permanecí una hora más y no pasó.

Esa noche no cené, me urgía dormir; tenía que peinar a la chica de mis sueños y ver, autista que se sienta en un rincón, su casi sonrisa. 


                                                                                           J. Edgar