La primera vez que te vi
— ¿Por qué me dueles tanto al despertar? —le pregunté.
— Porque soy la
mujer de tus sueños —me contestó.
— Estoy enloqueciendo, te extraño cuando
despierto —digo—. Todas las mañanas comienza una pesadilla en la que no te
puedo encontrar.
— Ya lo harás —contesta
— No. Tú no existes —digo esto y comencé a
despertar al tiempo que su rostro se iba desvaneciendo poco a poco en mi memoria.
Tiempo después, mientras caminaba con mi mejor
amiga —con los brazos entrelazados y conversando
de no sé qué—, caí en un estado semejante a cuando un perro mira algún fantasma:
a unos ocho metros, una chica con un aire familiar se acercaba por la misma acera
en la que estábamos caminando mi amiga y yo. Era apenas una mujer, de unos 15
años, parecía tímida y algo torpe, vestía una chompa de lana y un pantalón buzo,
y el cabello, largo y negro, se movía con violencia por el viento. La miré atento
tratando de reconocerla ¿dónde la había visto? El tiempo perdió su ritmo, alguien
me decía cosas y me jalaba del brazo pero yo estaba ensimismado, absorto,
ausente. La desconocida esbozó una casi sonrisa nerviosa al pasar por mi lado. Me
perdí entre pensamientos y sensaciones. Sólo cuando mi amiga me tiró un
puñetazo en el estómago volví del trance.
— Eres un idiota —me dijo furiosa—, te estoy
hablando y no me haces caso.
— Lo siento —contesté con un ademán de dolor.
— ¿La conoces?
— No, No la había visto —digo viendo cómo se
alejaba la misteriosa chica—, pero es hermosa.
— ¡Hay no! ni tanto —me dice frunciendo el ceño
y retomando la caminata—, es más, tiene el cabello descuidado y el... —Su voz
se desvanecía mientras yo retornaba a mi estado de absoluto idiota intentando perpetuar su rostro en mi memoria. Esa casi sonrisa, que me había condenado a la
abstracción y a un golpe certero en la boca del estómago, reverberaba en mis
pensamientos y me hizo comprender que de algún modo todos estamos locos, y que es
necesario una intuición, una sonrisa, una mirada, un ademán, un recuerdo, para
despertar la locura de sabernos, de una forma u otra, los poseedores de una
verdad absoluta: aquello era amor. La amé con locura por un instante mientras
se alejaba.
Un jalón de orejas me volvió nuevamente a la
realidad.
— Yo caminando hecho una idiota, y tu bien
parado viendo a una completa desconocida —me regañó al tiempo que le pedía que
soltara mi oreja y le juraba que esta vez sí caminaría a su lado—, estás loco ¿lo
sabías?
— Ahora lo sé.
Esa noche pasaron algunas cosas: terminé con mi
enamorada al enterarme que la gente me sometía sin compasión al escarnio
producto de las andanzas dudosas y libertinas de mi dulce novia; escuché un álbum
completo de Andrea Bocelli sentado en mi sillón; y salí de madrugada a caminar y
a pensar por el centro de la ciudad. Esa era una noche hermosa, la luna
estaba llena, el cielo sin nubes, y miles de estrellas titilaban acompasadas por
el ruido ancestral de los grillos.
Eran como las tres de la mañana cuando me
acosté.
A la mañana siguiente amanecí invencible. Por fin
pude recordar el rostro de la chica de mis sueños. Era raro que nunca lo
hubiera hecho, pues el sueño con esta mujer era muy repetitivo, pero cuando
despertaba sólo lograba recordar el “guión” y no a la protagonista.
Esa tarde volví a pasar por la misma calle
donde el día anterior había visto a la “chica de los cabellos descuidados” (así
la llamó mi amiga). Esperé y no pasó. Una extraña sensación de tristeza me
invadió al pensar que era muy probable que no volvería a verla, pero también me
alegraba saber que la chica de mis sueños existía en realidad, y tenía un rostro
y cabellos y un nombre, desconocido, pero a fin de cuentas un nombre; existía y la había visto en carne y hueso en ese mismo lugar un día antes.
Cuando fui consciente de que había permanecido
una hora esperando a que pasara una mujer totalmente desconocida, logré querer irme a casa; luego recordé aliviado que en esta
oportunidad no había nadie que me tirara unos puñetazos, o me jalara la oreja,
o me juzgara y me tildara de loco. Permanecí una hora más y no pasó.
Esa noche no cené, me urgía dormir; tenía que
peinar a la chica de mis sueños y ver, autista que se sienta en un rincón, su
casi sonrisa.
J. Edgar
No hay comentarios:
Publicar un comentario