martes, 26 de marzo de 2013

La Magnolia



          Sé que tienes razones de sobra para esa continua y silenciosa desdicha que ya ni intentas disimular. Yo la verdad no sé qué haría. No llevo a cuestas todo lo que tú sí y mis  responsabilidades no son tan grandes como las tuyas. No sé nada de lo que es ser tú.
          Aunque es imposible, toda esta madrugada intenté ponerme en tus zapatos para tratar de saber lo que era estar en tu lugar. Me imaginé a mí mismo en el oficio interminable de ser padre, soltero además, y partirme todos los días entre las obligaciones que conlleva tener un hijo (pagos, ropa, alimento, salud, etc.) y todo lo demás (desamores, el viejo, las broncas, etc.). Y por más que traté, no logré ver a través de tus ojos porque no tengo hijos. Cuando uno es padre sé es consciente de cosas que ni se sospecha cuando uno no lo es. Así que mi intento fracasó.
          Tú y yo nos conocíamos de vista gracias a que nuestros hermanos se habían hecho muy buenos amigos. El tuyo, se había ganado, también, un lugar cariñoso entre mi familia. Era muy querido.
          Esa tarde que nos enteramos que tu mamá había fallecido, nos afectó bastante a todos; porque, si bien no la conocíamos en persona, Erich nos había hablado bastante de ella, de su paciencia, de lo maravilloso que era verla mientras mostraba a sus invitados, con orgullo sano en el rostro, el fruto del esfuerzo y del tiempo de todos ustedes: su huerto. Mi madre, otra fanática de las plantas, solía escuchar, junto con nosotros, los relatos que tenía tu hermano sobre la extensa variedad de flores, hierbas y árboles que conformaban, en ese entonces, tu vasto imperio botánico. Así, entre hortensias y rosas, fue gestándose una empática simpatía de mi madre hacia la tuya. De mi familia a la tuya.
          Es tan duro perder a una madre, que ni siquiera me atrevo a pensar en el terrible dolor que algo así podría causarme. Pero tu flagelo trasciende cualquier entendimiento. Tú perdiste a una madre y a una consejera, y estuviste sola en esa tarea difícil, por ratos imposible, que es el criar por primera vez a un niño. Tuviste que arreglártelas sola mientras tu hijo, como todo bebé, lloraba inconsolable alguna madrugada. Desesperada, quizás queriendo desaparecer, anhelabas uno de sus consejos; tal vez rogabas, con esa lágrima de impotencia que te resbalaba por la mejilla, ¡UNA! sólo una mirada compasiva de tu madre mientras te dice que todo va estar bien. Yo no sé. Lo imagino así y de tan solo pensarlo se me escarapela el cuerpo; aun siendo yo, sólo un espectador imaginario de lo que creo que fue, en ese entonces, tu película en blanco y negro.
          Luego llegó la vejez de tu padre acompañada de una nueva responsabilidad, y quizás, de la tristeza de pensar que ese hombre fuerte que alguna vez te había trasladado en brazos, dormida, a tu cama, se había convertido en un cariñoso e inofensivo abuelo al que hay que atenderlo continuamente. Y digo “tristeza” porque cuando se nos complica la vida, como ciertamente se complicó la tuya, queremos acurrucarnos en el regazo de nuestro progenitor y sentir sus caricias protectoras, mientras nos susurra consuelos en forma de regaños cariñosos que nos reconfortan, porque sabemos que cuando hayamos abierto los ojos, todos los problemas se habrán solucionado por arte de magia. Pero eso ya no es posible.  La vida es así: sin treguas, sin chances. Inexorable.
          Y es así, princesa, que cuando nuestras existencias son sometidas —arbitrariamente— a uno de esos golpes de Vallejo, buscamos una salida, un consuelo, un boleto rápido para salir de la agonía de no ser felices: el amor de pareja. ¡Hay el amor!, nuestra última esperanza de consuelo y felicidad. Pero sabemos los dos que tampoco ahí hubo suerte. No quiero tocar mucho ese punto y tú sabes el porqué. Sólo tendría que decir al respecto, que no creo que la solución sea eliminar todo rastro de su existencia en tu vida, creo que sería mejor superarlo.
          Esta noche —toda la noche— me la pasé pensando en ti. He querido descubrir por qué tienes tantas cosas que admiro, y creo que a mi modo, ahora lo sé. Así que esta serie de remembranzas, que tal vez te hayan resultado un poco incómodas y hasta dolorosas, es también mi manera de rendirle un pequeño tributo a la mujer que siempre hago renegar. Porque recordar estas cosas me sirven para saber que no eres una más del montón; y para hacerte ver, si acaso lo sabías olvidado, que eres digna de admiración y respeto. No cualquiera pasa lo mismo que tú y se mantiene en pie. Al menos yo no podría.
          Entre los que te quieren, yo entre ellos —aunque tenga una torpe manera de querer—, sabemos algo de ti que es posible que tú no lo sepas aún; y es que si pusieras una sonrisa en cada una de las fotos que tienes en el face, tendrías el mismo rostro de tu madre, alegre y tan lleno vida. Creo que sería una bonita forma de recordarla: sabiéndote feliz.

                                                                                                                    Atte.

          Tu amigo que es la encarnación del fastidio, pero que es su manera (una manera estúpida a veces) de manifestarte su aprecio.

                                                                                              J. Edgar

P.D.    Eres idéntica a tu madre (aunque tu mamá es un poco más guapa... jeje), y sé que gran parte de ella vive en ti y en cada uno de tus hermanos. Por lo tanto, si eres feliz, ella lo será. También sé que hubiera sido feliz si hubiésemos logrado sacarle un retoño a la Magnolia que tengo en mi jardín, y dársela a través de tu hermano. Pero no se pudo. Esa es una antigua promesa que una vez escuché hacer a mi madre y a mi hermano, y que estoy decidido a cumplirla yo, como un homenaje a esa parte de tu madre que vive en ti. Te debo una magnolia. 

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